Blog de Luis G. Ruisánchez (2da. EPOCA)



jueves, agosto 26, 2010

En el cumpleaños del cronopio mayor

Alrededor de 1970 salía yo de la sala de exposiciones que estaba en el primer piso, cerca de la puerta principal, en la sede de la Casa de las Américas, en La Habana, cuando alguien preguntó a mis espaldas, “¿es aquí?”. “No”, le respondí y me viré para quedar frente a la larga y sobria figura de Julio Cortázar. Le pregunté si él buscaba lo mismo que yo, una de aquellas inauguraciones que Casa programaba constantemente. Cortázar asintió y entonces le expliqué que era en el gran salón del piso de encima. Subimos la escalera juntos. No recuerdo si intercambiamos alguna que otra palabra, ambos éramos poco comunicativos, a los dos nos inhibía la presencia extraña. Lo cierto es que aquel fue mi primer encuentro cercano con el escritor argentino. Luego coincidiríamos en alguna que otra actividad de Casa, yo de oyente, él de expositor, o ambos de oyentes. Casa era, entonces, una de sus casas acostumbradas.
Llegué a convertirme en un fanático cortazariano. Era la época y sus exigencias, como recitar de memoria el capítulo 7 de Rayuela o buscar el clon de La Maga en las calles de El Vedado, cuando abundaban de madrugada en la escalinata del teatro Amadeo Roldán o en el parquecito de K y Calzada, frente a la funeraria. Fue una época que ya conté en un libro y me cuido de la reiteración, porque suelen acusarme de ella.
Uno de mis derrumbes ideológicos y de las causas de mis castigos policiales, fue andar con los libros de Cortázar las calles de mi ciudad cuando en Cuba el argentino se convirtió en un proscrito político. Luego vino aquel lamentoso poema de las hienas que decepcionó y perdono.
Nada más, acaso esta pincelada para no ignorar que hoy, 26 de agosto, se conmemora el nacimiento de Julio Cortázar en Brusela, en 1914, y con este afán fetichista del latinoamericano auténtico, no podía obviarlo.

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