Blog de Luis G. Ruisánchez (2da. EPOCA)



VOCES



Por Carlos Alberto Montaner (tomado de El Blog de Montaner)

Damián Barceló
FirmasPress.- En un artículo publicado este domingo 11 de diciembre en Diario de Mallorca el señor Damián Barceló miente o ha confundido los detalles de nuestro encuentro en 1992.
Por esa época, los Hoteles Meliá forjaban sus lazos económicos con la dictadura castrista y, por lo que yo entendí, algunos de sus directivos –quizás el propio Gabriel Escarrer, hombre al que se le atribuyen fuertes creencias religiosas—tenían ciertos escrúpulos de conciencia y decidieron examinarlos conmigo. Eso sí, eligieron un hotel de Madrid y la cita fue casi clandestina y con un acuerdo de confidencialidad que ahora, ignoro por qué, el señor Barceló rompe para contar, a su manera, lo que realmente discutimos y qué fue lo que se dijo.
En principio, no me sorprendían las vacilaciones morales del grupo Meliá. Al fin y al cabo, se trataba de vincularse a un socio que practicaba el apartheid contra su propio pueblo –los cubanos no podían alojarse en esos hoteles— y numerosas habitaciones contaban con cámaras ocultas colocadas por la policía política con el objeto de controlar o extorsionar a quienes mantuvieran alguna conducta íntima que los situara en posiciones vulnerables para luego ser reclutados o amenazados.
Estas prácticas repulsivas convertían a los ejecutivos españoles y a las empresas que las autorizaban en cómplices de la represión y los exponían a todos a consecuencias penales cuando se estableciera un sistema democrático en el país, como les sucedió a muchas compañías alemanas tan pronto fue derrotado el nazismo. Por aquellas fechas, le comenté al señor Barceló, Bayer todavía pagaba multas por su colaboracionismo con las hordas de Hitler.Pero había más: los trabajadores de Meliá en Cuba, como los del resto del país, carecían de derechos civiles y sindicales, con lo cual se vulneraban todos los acuerdos de la OIT signados por España y por Cuba.
Recuerdo haberle advertido al señor Barceló, sin otro ánimo que el de comunicarle algo que, sin duda, ocurrirá en su momento, los peligros a los que exponía a su empresa y a sus empleados por ganar un puñado marginal de dólares: llegada la hora de la libertad, los centenares de trabajadores inicuamente explotados por los infames pactos entre un estado totalitario y las inescrupulosas empresas a él asociadas para explotar a trabajadores privados de derechos, acusarán ante los tribunales nacionales e internacionales a estas compañías y les reclamarán los salarios no percibidos y los daños y perjuicios infligidos a los empleados.
¿Cómo podía predecir este desagradable futuro? Porque había visto en un gran bufete internacional de abogados un informe pormenorizado de un sindicato cubano clandestino en el que se reflejaban los miserables emolumentos recibidos por los trabajadores, contrastados con las sumas que por cada uno de ellos le pagaba Meliá al Estado cubano. Dado que ese Estado era socio de Meliá, para los trabajadores cubanos (y para los abogados que examinaban el expediente) no había duda de que estaban en presencia de una fraudulenta operación de pinzas destinada a esquilmarlos cruelmente, reprobable conducta por la que le pedirían cuentas a la multinacional española (y a las de cualquier país) cuando la situación lo permitiera.
Los abogados que me enseñaron la documentación estaban seguros de que Meliá, en su momento, al margen de las responsabilidades penales que acaso les correspondan a los ejecutivos que directamente colaboraron con la Seguridad del Estado cubano, tendría que abonar muchos millones de dólares a los trabajadores a los que había explotado inicuamente. Hoy, dos décadas más tarde, ese problema no ha hecho otra cosa que agravarse y multiplicarse.
Por otra parte, el señor Barceló miente, escribió mal sus notas o se ha olvidado de lo que realmente ocurrió, cuando dice que yo viajé de los Estados Unidos a defender el embargo norteamericano y a amenazar a los hoteleros españoles a nombre de la Unión Liberal Cubana, partido que entonces yo presidía –hoy lo dirige el Dr. Antonio Guedes– y del cual, según él, era valedor el gobierno de Estados Unidos.
En primer lugar, yo vivía en España desde hacía más de 30 años, era ciudadano de ese país y la situación me  preocupaba como cubano y como español. Estados Unidos nada tenía que ver en todo esto y Washington no tenía la menor relación con la ULC. Mi intención, y la de mi partido, era tratar de revitalizar los lazos económicos entre Cuba y el tejido empresarial español, pero sólo cuando Cuba fuera libre. Entonces pensaba, y todavía creo, que esos vínculos pueden ser muy útiles para ambos países. 
En segundo lugar, recuerdo que le dije al señor Barceló lo que siempre he repetido como un mantra: no soy partidario del embargo norteamericano. Creo que se debe levantar tan pronto en Cuba se permitan las libertades fundamentales de asociación y prensa y se  vacíen las cárceles de presos políticos. Estrategia, por cierto, muy en la línea de lo que reclamaban los demócratas exiliados españoles durante la dictadura de Franco: que la ONU mantuviera su cerco a ese gobierno antidemocrático hasta tanto no se les concedieran libertades a los españoles.
En tercer lugar, la Unión Liberal Cubana surgió y se estableció en España y no en Miami, como equivocadamente ha escrito el señor Barceló. Y se creó en Europa, precisamente, para extraer el conflicto del reñidero USA-Cuba y llevarlo al sitio donde debe estar: un  enfrentamiento entre los demócratas del mundo entero y la última dictadura estalinista de Occidente.
Me sorprenden, eso sí, algunas de las afirmaciones con que el señor Barceló termina su artículo. Desliza sus conversaciones con Felipe González, entonces Presidente de Gobierno, y con el Rey Juan Carlos, tratando de convertirlos en avalistas morales y políticos de las inversiones de su grupo hotelero en Cuba. Ignoro lo que estas dos destacadas personalidades le dijeron realmente, pero en un sistema de economía libre y propiedad privada, no es de recibo ampararse en el visto bueno de las autoridades. En un Estado de Derecho lo que prevalece es la ley, no la opinión de funcionarios prominentes. 
Más aún: yo también me reuní con Felipe González en la Moncloa en 1992 –ya había colapsado el mundo comunista– y encontré a alguien profundamente decepcionado de Castro, de su terquedad totalitaria y de la falta de libertades que padecían los cubanos, razón por la que decidió echarnos una mano. Actitud cercana, por cierto, a la de José María Aznar desde la oposición, al frente del Partido Popular, y de Adolfo Suárez, a la sazón líder de la Internacional Liberal, quien, con la colaboración inteligente de Raúl Morodo, había propiciado nuestra adhesión a la IL respaldando que se me nombrara vicepresidente de esa institución.
Puedo decir, orgullosamente, que en aquellos años, gracias en gran medida a la labor de la ULC, todo el arco democrático español respaldaba a sus pares cubanos, entonces integrados en una Plataforma Democrática que incluía a liberales, socialdemócratas y democristianos empeñados en tratar de repetir en Cuba el milagro de la transición española.
Con el Rey hablé en privado unos años más tarde sobre Cuba, Fidel Castro y sobre el embargo norteamericano, pero cumplo a rajatabla el compromiso de mantener en secreto lo que en secreto se conversa con su Majestad, aunque sí puedo decir que me pareció lúcido, coherente y solidario con los demócratas cubanos.
Cito, textualmente, fragmentos de los párrafos finales del escrito de Barceló y los comento: Yo no soy castrista pero tampoco anticastrista, porque tendría que censurar que con Castro se haya acabado con el analfabetismo, se hayan creado muchas docenas de universidades, se ha enseñado a trabajar a los soñolientos, se ha conseguido que la mayor longevidad del mundo sea cubana, que se exporten médicos, que Cuba dejase de ser el prostíbulo de los gringos y el tugurio de Batista.
Pues sí que me engañó el señor Barceló. Con ese modo de razonar puede declarar que no es antinazi porque Hitler acabó con los desórdenes de la República de Weimar. Cuando nos reunimos me habló con tanto desprecio de la dictadura cubana, del fracaso económico y del desastre social que había visto, y que él, justamente,  atribuía al colectivismo comunista, que pensé que era anticastrista. Estaba convencido de que cualquier persona sensible y educada debe oponerse a la barbarie, ya sea la que promueven los marxistas-leninistas, los fascistas o cualquier género de opresores. Veo que me equivoqué.
¿Acabó la dictadura castrista con el analfabetismo y enseñó a trabajar a los soñolientos? ¿Por qué Barceló repite estos tópicos absurdos? Cuando lo conocí me pareció una persona mejor informada. En 1959, cuando comienza la revolución comunista, Cuba tenía el mismo nivel de alfabetización de España y un tercio más de riqueza per cápita?¿Era ese nivel de desarrollo el producto de trabajadores soñolientos que necesitaban el látigo del mayoral colectivista para crear bienes y servicios?¿Por qué cree Barceló que hasta esa fecha los españoles sin trabajo emigraban a sociedades más ricas y prometedoras, como la cubana, la argentina, la alemana, la suiza o la francesa? 
¿De dónde ha sacado Barceló la tontería de que Cuba es el país con mayor longevidad del mundo? ¿Le parece bien que Cuba exporte médicos –en la Isla les llaman “esclavos de bata blanca”—cobre por esos servicios importantes sumas de dinero y les pague a los profesionales cantidades miserables? ¿Por qué repite que Cuba era “el prostíbulo de los gringos” si en los años cincuenta era una de las naciones de América Latina con menor índice de enfermedades venéreas, dato clave para medir una actividad que, necesariamente, es encubierta? Más prostitución hay en Barcelona o Madrid, como demuestran los anuncios de sexo por dinero en cualquier gran diario de España, que la que podía encontrarse en La Habana cuando comenzó esta pesadilla. ¿Justificaría Barceló una tiranía en España para acabar con el barrio chino de Barcelona y sacar a las prostitutas de la madrileña Casa de Campo?
Sin embargo, Cuba es hoy, indudablemente, el prostíbulo de los españoles (y de los italianos y de tanta gente desaprensiva que va a la isla a comprar sexo a precio de saldo, incluidos los pedófilos) y, sin duda, a eso, al menos indirectamente, han contribuido los hoteleros. ¿Se opone el señor Barceló a la prostitución, en general, o padece de alguna suerte de nacionalismo genital que lo precipita a tolerar y facilitar entre sus compatriotas lo que critica en los extranjeros?  
Tras comparar a Castro y Franco, dos gallegos afectados por el talibanismo, según Barceló, y tras predecir el fin de la dictadura cubana, tal vez como consecuencia de la apertura económica y, de paso, del chavismo, el alto ejecutivo de Meliá se despide de una manera bastante frívola:“Algún día contaré otras travesuras en que me he visto involucrado, no menos dignas de ser sabidas como la que hoy dejo escrita”.
Para él se trata de una travesura. Para muchos cubanos, en cambio,  la colusión entre los empresarios de un país libre y los gestores de una tiranía con el propósito de explotar a los trabajadores en régimen de semiesclavitud, tiene otro nombre: es una vergonzosa violación de los principios éticos. Es una canallada y, probablemente, como se verá en su momento, un delito.

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NOTA.
AMIGOS, aunque de larga lectura, les recomiendo leer este artículo en el que Carlos A. Montaner responde a otro amigo mío, Haroldo Dilla, un economista cubano exiliado en República Dominicana que escribe con tanta puntería para el acierto como para el desacierto, capaz del penoso recurso del ataque personal y la ofensa, argumentos fallidos que debía saber eludir gracias a sus recursos intelectuales, pero su carácter lo traiciona. 
Borrando a Dilla, su pasado y su presente y su mitología marxista, esta respuesta de Montaner es altamente interesante y útil.

La arrogancia y el error

por Carlos Alberto Montaner

El profesor Haroldo Dilla, exiliado cubano radicado en Santo Domingo, discrepa de mis ideas sobre la gratuidad de la enseñanza universitaria expresadas a propósito de las manifestaciones estudiantiles en Chile. Su texto, La ignorancia y el cinismo, puede consultarse en 7días.com.do del 8 de julio pasado. Se trata de un periódico digital dominicano que posee, me dicen, una extensa difusión.
Es la cuarta polémica que sostengo con otros tantos cubanos últimamente. No me quejo, porque, como decían los campesinos en sus controversias rimadas, “me dan pie para la décima”. La primera fue con el periodista radial Edmundo García, la segunda con el cantautor Silvio Rodríguez y la tercera con el profesor Arturo López-Levy. Todas pueden localizarse en la red. Los tres primeros encarnaban diversas posiciones del oficialismo cubano. Ahora surge este inesperado intercambio con el economista Haroldo Dilla, exiliado en República Dominicana.
El tema que se debate
En efecto, como irrita al profesor Dilla, creo que es inmoral que el conjunto de la sociedad afronte las responsabilidades económicas de unos pocos adultos, generalmente pertenecientes a las clases medias y altas del país, que luego se beneficiarán del ejercicio de las profesiones alcanzadas.
Como escribí en La buena educación (www.elblogdemontaner.com), reproducido en diversos medios, me parece más razonable y justo que el Estado invierta los escasos recursos de que dispone en mejorar notablemente la enseñanza pre-escolar, primaria y secundaria, cuando los niños y adolescentes todavía no han sido declarados adultos responsables, porque es en esa etapa de la vida cuando se crean el carácter, los hábitos y los valores que los van a acompañar hasta su muerte.
 Es en esa fase, además, donde están presentes prácticamente todas las personas, y no el porcentaje minoritario que accede a las universidades (desde el 51% en Canadá hasta el 3% en África subsahariana, con un promedio planetario de algo menos del 7%). Si de lo que se trata es de preparar a los ciudadanos para que puedan competir y sobresalir, es en los primeros años donde es más útil poner el acento.
Naturalmente, si la sociedad fuera inmensamente próspera y el Estado igualmente rico, no habría que elegir. Teóricamente, se podría subsidiar a todos, todo el tiempo, siempre que existan suficientes riquezas. Sólo que ese panorama es muy poco frecuente y, cuando existe, como sucede en algunos pozos de petróleo con himnos y banderas del Medio Oriente, las marginaciones son de carácter religioso. En algunos de esos países el todos no suele incluir a las mujeres.
Simultáneamente, el profesor Dilla rechaza mi conformidad con que esos estudios universitarios también puedan ser actividades lucrativas, como suele ocurrir con la enseñanza primaria o secundaria, zona de la educación donde proliferan las buenas, escuelas privadas. Dilla comparte con muchos religiosos el rechazo a la obtención de beneficios producidos por una ocupación a la que le confiere una majestad especial.   
Le escandaliza que una persona, o un grupo de inversionistas, arriesguen sus capitales y su tiempo fomentando una actividad empresarial dedicada a transmitir conocimientos a alumnos universitarios que libremente han decidido pagar por ellos porque los encuentran adecuados. Dilla prefiere obligar al conjunto de la sociedad a que sufrague los costos que eso implica.
Por supuesto, no estoy en contra de que exista enseñanza universitaria pública, pero me parece incorrecto que sea gratuita. Defiendo que conviva con otras expresiones de la docencia: universidades privadas con y sin fines de lucro, o regidas por cooperativas, sectores empresariales o sindicatos. La pluralidad y la diversidad siempre son buenas para la educación.
Desde hace años tengo alguna vinculación académica con la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), que me honró nombrándome Profesor Visitante, una empresa o institución con fines de lucro, y me consta que es una de las buenas instituciones de educación superior del país. Fue allí donde pude desarrollar un curso sobre los orígenes y características de nuestro continente, que luego apareció publicado en dos volúmenes: Los latinoamericanos y la cultura occidental y Las raíces torcidas de América Latina.
La UPC educa a unos 30 000 estudiantes en 9 facultades y 30 carreras. Forma parte de un consorcio global llamado Laureate International Universities que posee y opera 76 universidades en 27 países. Los accionistas de esa multinacional ganan dinero vendiendo buena educación a más de 600 000 universitarios en diferentes países del mundo, actividad que me parece absolutamente meritoria. Como cualquier otro empresario, deben cuidar la calidad y los precios para sobrevivir en el mercado. (Aclaro que no tengo el menor interés económico en esa empresa).
Esta operación, permitida por la inteligente y franca legislación peruana, me parece mucho más limpia y transparente que las universidades privadas, aparentemente sin fines de lucro, que disfrazan la obtención de beneficios por medio de sofismas o contabilidad creativa.
Entiendo, claro, pero no lo justifico, que esa trampa es el resultado de que, en casi todos los países, existe la superstición de que las actividades universitarias no deben rendir beneficios o, si los producen, estos deben reinvertirse en la propia actividad.
A mi juicio, una universidad privada creada con fines de lucro, como sucede con muchas escuelas de niveles inferiores, o con centros que ofrecen servicios médicos, pueden y deben ser empresas sujetas a los mismos riesgos y responsabilidades que cualquier otra actividad concebida para obtener beneficios a cambio de prestar un servicio.
En ese caso, no deben tener ventajas fiscales ni privilegios de ningún tipo. Tampoco suelen poseerlos los laboratorios farmacéuticos, y no creo que nadie ponga en duda la importancia que estos tienen, nada menos que para la preservación de la vida.  
En cuanto al costo de la educación, como he escrito en el artículo citado, creo que el Estado debe avalar los préstamos que necesita el adulto para educarse, si éste no dispone de ahorros o suficiente patrimonio personal. Y, como sucede con cualquier otro bien, puede esperarse que, además del educando, la familia se comprometa con la devolución del préstamo. Si los padres no tienen fe en el estudiante, ¿por qué debe creer el resto de la sociedad?
Por otra parte, es razonable que los liberales, que sostienen las virtudes de la meritocracia, propugnen que se otorguen becas a los buenos estudiantes. Premiar a los mejores, siempre que sean elegidos con criterios imparciales, es algo absolutamente recomendable para que se propague el ejemplo y se eleve el nivel general de la educación.
Otro de los argumentos del profesor Dilla, en el que lleva cierta razón, pero poca, y la poca que tiene no le sirve de mucho, es cuando alega que la educación es un “derecho”, algo que aparece consignado en numerosas constituciones y en la Declaración Universal de Derechos Humanos suscrita (y escasamente respetada) por todos los países miembros de la ONU.
Es verdad, pero el hecho de que exista un derecho, no quiere decir que sea necesariamente gratuito. Casi todos los textos legales hablan del derecho a la propiedad privada, mas eso no implica que el Estado debe regalarles una casa o un automóvil a los ciudadanos. Desgraciadamente, hay cientos de millones de personas que viven en países en donde existe el derecho a la propiedad privada, pero sólo son dueños de la sombra que pisan.
También existe el derecho a la libertad de expresión, lo que no garantiza que el Estado debe proporcionar el medio de ejercerlo. Simplemente, quiere decir que no se puede privar a nadie de esta posibilidad si tiene los medios para realizar esa tarea.
En todo caso, creo que cuando se habla de derechos económicos, o derechos a ciertos servicios o condiciones de vida, se confunde la palabra “derecho” con la expresión “aspiración legítima”, generalmente por razones de despreciable demagogia política.
Hablar del “derecho a la educación”, como del “derecho a una vivienda digna”, un “trabajo bien remunerado” o a “servicios de salud”, es crear una dudosa expectativa que tiene muy poco que ver con la realidad.
Para dotar de educación y servicios de salud a una comunidad hay que crear y acumular riquezas. ¿Cómo puede convertirse en un “derecho” un servicio que cuesta una cantidad de recursos que acaso no tenemos hoy  y se corre el riesgo de tampoco poseerlos mañana?
Para ofrecer un empleo bien remunerado hace falta una empresa, generalmente que agregue bastante valor a la producción, y que, encima, obtenga beneficios. ¿Qué sucede si no existen o no se crean esas empresas? ¿Qué debe hacer el trabajador desempleado? ¿Denunciar en el juzgado de guardia al Presidente y a sus Ministros por violar sus derechos?
Naturalmente, el Estado puede asignarle arbitrariamente un salario al desempleado, como hacen en los estados asistencialistas-clientelistas. O puede nombrar a esa persona en una empresa que no lo necesita, como hasta hace poco hizo el gobierno cubano.
En los años setenta del siglo XX, en Venezuela, el primer Carlos Andrés Pérez creó 50 000 empleos de un plumazo. ¿Qué hizo? Obligó a que cada ascensor, aún los automáticos, fuera operado por un ascensorista absolutamente innecesario. Ese, obviamente, es un camino corto y estúpido hacia el empobrecimiento colectivo, aunque también es una manera de cumplir con el “derecho al trabajo”.
La cuestión personal
Hasta este punto, el planteamiento del profesor Haroldo Dilla me parece un debate importante. Encapsula dos visiones diferentes sobre el gasto público y la misión del Estado que dividen al planeta desde que en 1776 el  escocés Adam Smith, esencialmente un profesor de ética, publicó su extraordinario Indagación sobre la riqueza de las naciones, libro que sentó las bases teóricas para desmontar el mercantilismo, sistema económico propio del Antiguo Régimen que tanto parecido tiene con los rasgos principales de los estados neopopulistas de nuestros días.
De entonces a hoy, esa discusión se ha ido enriqueciendo con mil nuevos argumentos y experiencias. Hay, incluso, hasta un gracioso debate cantado en versión reguetón entre Hayek y Keynes que puede encontrarse fácilmente en la red. Vale la pena verlo y escucharlo en YouTube porque es muy divertido.
Sin embargo, dada la trascendencia del tema, lamento que el señor Dilla personalice la cuestión y rebaje la calidad de sus razonamientos llamándome “ignorante, alguien que opina sobre lo que no conoce, ofende a sus adversarios y hace de su ideología un credo fanático”. Por supuesto, no voy a responder en el mismo plano. No me interesa tratar de herirlo en su amor propio o defenderme de sus ataques.
Hace muchos años, leyendo a Albert Ellis, entendí que no tiene la menor importancia real lo que los demás piensen de ti, especialmente si no existe un trato personal que justifique el juicio.
No deja de ser una tontería suponer que muchas o todas las personas deben admirarte o quererte. Probablemente, no lo sé, las vagas noticias que acaso el señor Dilla tuvo y tiene de mi existencia, fueron por cuenta del aparato de difamación de la dictadura cubana.
En Granma, como explico en el libro El otro paredón, publicado por e-riginal, me describen como un peligroso terrorista y espía de la CIA, dos acusaciones absolutamente falsas y ridículas con las que ese régimen lleva muchos años intentando (inútilmente) silenciarme mediante la destrucción de mi reputación.
Por mi parte, creo que nunca he conocido personalmente a Dilla y no tengo criterio sobre su persona. He leído algunos artículos suyos que me han gustado y otros que me han parecido parcialmente equivocados o disparatados.
Me han dicho que fue miembro de la juventud o del partido comunista cubanos, algo que no me consta, pero ese dato, de ser cierto, no lo hace mejor ni peor. Lo mismo sucede con los exnazis, los exfascistas y los expinochetistas. La militancia es cuestión de ideas. Lo que importan son las acciones.
Siempre hay tiempo y espacio para rectificar los errores juveniles, mientras no se tengan las manos manchadas de sangre, y no hay ninguna evidencia ni sospecha de que Dilla haya participado directamente en la represión y la violación de los Derechos Humanos de nadie cuando formaba parte de esa lamentable dictadura, aunque fuera lateralmente y en los estribos del poco influyente aparato académico cubano.
Supongo, por el tono de sus escritos, y porque, finalmente, acabó exiliado, que le parecía repugnante la atmósfera de terror que se vivió en la universidad cuando él estudiaba, o cuando era profesor y veía cómo expulsaban y perseguían a algunos de sus compañeros por ser homosexuales o creyentes, y hasta convocaban a actos de repudio para ofenderlos y humillarlos antes de echarlos a la calle condenados a una especie de cruel ostracismo moral.
Alguien, como él, que cree que la universidad debe tener las puertas abiertas, debió sufrir como una gran afrenta la política excluyente por razones ideológicas de esa institución (“la universidad es para los revolucionarios”), aunque no tengo información de que haya manifestado públicamente su descontento por estos atropellos cuando era estudiante, o luego cuando le tocó participar del claustro de profesores.  
Si defendió a las víctimas, debe aplaudírsele. Si calló y otorgó, le cabe algún grado de responsabilidad moral en toda esa barbarie, aunque no seré yo quien se lo eche en cara. No es ése mi papel. Creo que dio un buen paso cuando abandonó al régimen, y ya se sabe que las dictaduras totalitarias contienen este deprimente factor de contaminación general que las hace especialmente repulsivas.
Más que regímenes distintos, las revoluciones totalitarias son un gran charco de inmundicias en el que deben chapotear los partidarios para poder sobrevivir, ascender y mantenerse. Romper con ese lodazal es siempre meritorio y merece aplauso, aunque algunas personas queden parcialmente percudidas y psicológicamente afectadas, especialmente si tienen conciencia crítica.   
Más curioso me resulta, en cambio, que siga siendo marxista, pero ni siquiera eso, a mi juicio, lo descalifica en el orden personal, pese a lo que implica de terquedad intelectual frente a la experiencia de sus propias vivencias en la marxista “dictadura del proletariado” del manicomio cubano, a lo que se agrega un siglo de barbarie, cien millones de muertos a lo largo del siglo pasado, veinte fracasos en todas las culturas y situaciones y bajo toda clase de líderes. Sencillamente, como dicen en España los más barrocos, hay personas “inasequibles al desaliento”, o, como ratificaba el torero, “hay gente pa´to”.
Al fin y al cabo, he conocido seres magníficos y extraordinariamente inteligentes que son espiritistas, partidarios de Sai Baba o convencidos de que no hay mejor guía de conducta que la Cábala, ni mejor modo de pronosticar el futuro que el I Ching. Todos las creencias sobrenaturales son respetables, aún aquellas que no saben que lo son. Finalmente, me parece que el profesor Dilla escribe bien y eso es de agradecer.
Pero vayamos al meollo de la cuestión.
El liberalismo
La primera aclaración es que eso que el señor Dilla llama “el neoliberalismo” como dogma ideológico, un método parecido al marxismo, sencillamente, no existe. Hay algunas creencias básicas, extraídas de la experiencia y del juicio moral, a lo que llamamos liberalismo, pero nada más.
No sé con cuántas de ellas el señor Dilla está en desacuerdo, pero le anoto las ocho más importantes para que él, si lo desea, explique por qué las rechaza:
·      Situamos la libertad a la cabeza de nuestros valores y prioridades, y la definimos como el derecho a tomar decisiones individuales sin la coerción del Estado o de otros grupos poderosos.
·      Creemos que la responsabilidad individual es la contrapartida ineludible de la libertad individual. No puede haber ciudadanos libres si no son, al mismo tiempo, responsables de sus actos.
·      Sostenemos que existen derechos naturales que no pueden ser abolidos por el Estado o por grupos poderosos. Entre ellos, existe el derecho a la propiedad privada, ámbito, por cierto, en que mejor puede preservarse la libertad individual.
·      Proponemos la existencia de un Estado limitado por un orden constitucional universal, que no favorezca a persona o grupo alguno, que establezca la separación y balance de poderes, fundamentalmente dedicado a proteger los derechos individuales, preservar la paz e impartir justicia.    
·      Suponemos que la posibilidad de crear riquezas se logra con mayor intensidad, eficiencia y justicia en el seno de la sociedad civil, aunque no descartamos la responsabilidad subsidiaria del Estado.
·      Exigimos la absoluta transparencia de los actos públicos y la constante rendición de cuentas. Para los liberales, el Estado es o debe ser un conjunto de instituciones libremente segregado para beneficio de las personas. Los empleados públicos, desde la cabeza hasta el más humilde, son nuestros servidores y han sido elegidos para obedecer la ley.
·      No creemos en las virtudes de la igualdad de resultados, sino en la de igualdad de oportunidades para luchar por conquistar el tipo de vida que libremente escogemos. De ahí que el método natural de selección de los liderazgos entre los liberales esté basado en la meritocracia, aunque sabemos que ella conduce a la desigualdad.
·      Aceptamos que la democracia representativa es el método menos ineficiente que se conoce para tomar decisiones colectivas en el ámbito público, y estamos de acuerdo en que las elecciones periódicas y limpias entre partidos diferentes que compiten por el poder y se alternan y vigilan en el ejercicio de la autoridad, es un modo razonablemente adecuado de organizar la convivencia, siempre que se respeten los derechos individuales plasmados en la constitución y las leyes.
El liberalismo en el terreno de las medidas de gobierno
Al margen de esos principios fundamentales que unifican a los sectores liberales, la experiencia de los últimos dos siglos ha ido decantando ciertas ideas, proposiciones y posturas de carácter económico que me imagino que horrorizan al señor Dilla o provocan su rechazo intelectual, pero, como en el caso anterior, sospecho que los lectores querrán saber por qué se opone a ellas con tanta vehemencia. A continuación consigno las doce medidas de gobierno más populares entre los que nos consideramos liberales:
·      Suponemos que el libre mercado, a juzgar por la experiencia, es mucho más eficiente que la planificación centralizada desde el Estado para asignar recursos y crear riqueza.
·      Impulsamos la defensa del libre comercio frente al proteccionismo.
·      Propugnamos la apertura al comercio internacional y la inversión extranjeras.
·      Proponemos la existencia de un Estado reducido que haga pocas tareas, pero que las haga bien, y ponga el acento en impartir justicia y en cuidar la vida y la seguridad de las personas.
·      Rechazamos los déficits fiscales, el endeudamiento excesivo y a la impresión de dinero “inorgánico”, políticas todas que conducen a la inflación y al empobrecimiento colectivo. Es decir defendemos la moderación y la austeridad en el terreno macroeconómico.
·      Suponemos que es preferible un nivel bajo de presión fiscal para que la sociedad civil disponga de mayores recursos para crear riquezas.
·      Tenemos la convicción, derivada de la experiencia, de que el Estado es un pésimo empresario, corrupto y malgastador, y, por lo tanto, es preferible privatizar el aparato productivo que tiene en sus manos.
·      Dentro de ese espíritu, preferimos, cuando sea posible, la opción de la “tercerización” de servicios públicos antes que aumentar la burocracia.
·      Rechazamos, en general, los subsidios, por ser una fuente de corrupción y clientelismo, y porque convierten el asistencialismo en el instrumento de grupos de poder que perpetúan la pobreza y convierten a los necesitados en su base electoral.
·      Favorecemos la toma de decisiones de las personas mediante vouchers, antes que colocar esas decisiones en manos de los burócratas del Estado para que decidan cómo, cuándo y qué deben consumir los individuos o cómo alcanzamos la felicidad.
·      Optamos por desregular cuando las normas entorpecen la creación de riquezas, pero regular cuidadosamente para garantizar la competencia, la transparencia y el fair play.
·      Junto a los teóricos de la creación de “capital humano” y “capital cívico”, dos nociones propuestas y muy analizadas por los pensadores liberales, creemos en la importancia extraordinaria de la educación, especialmente en los primeros años, cuando, como he señalado antes, se forjan el carácter, los hábitos y la escala de valores.
Como el señor Dilla me considera un ignorante (y seguramente lo soy, puesto que las cosas que sé son infinitamente menos que las que ignoro); y aunque no soy dado a respaldar mis posiciones con opiniones de autoridad (me parece un dudoso procedimiento para imponer las ideas extraído del método escolástico), advierto que estas doce amplias proposiciones, a las que probablemente se oponga el señor Dilla, porque tienen el tufo de lo que él llama neoliberalismo, cuentan con el respaldo parcial de una notable pléyade de pensadores e intelectuales calificados como liberales, entre los que, a vuela pluma, puedo citar a la siguiente docena de Premios Nobel de Economía: Friedrich von Hayek, Milton Friedman, Gary Becker, James Buchanan, Douglass North, Robert Lucas, Robert Mundell, Edmund Phelps, Edward C. Prescott, Amartya Sen, Robert W. Fogel y Ronald H. Coase. No es conmigo, sino con ellos con quienes debe debatir estas cuestiones que él domina con tanta certeza dado que, felizmente, no es un ignorante.
Asimismo, a los efectos del debate, sería útil que explicara por qué el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, y el Banco Interamericano de Desarrollo suelen recomendar  todas o algunas de estas medidas como expresiones del buen gobierno, o por qué, en Maastricht, cuando los países europeos fueron a adoptar una moneda común, el euro, crearon un marco de referencia bastante ajustado a este recetario liberal que describía a los Estados bien gobernados. 
El regreso de la sensatez liberal
¿Cómo llegaron los liberales, o muchos de ellos, a proponer esas medidas de gobierno y, en algunos casos, a llevarlas a la práctica exitosamente? Básicamente, por el fracaso continuado de los planteamientos contrarios.
El profesor Dilla yerra o no sabe lo que dice (con perdón) cuando afirma que: “El neoliberalismo [sic] es una doctrina cuya puesta en práctica no solo ha causado muchos estragos sociales, frustraciones y miserias, sino que ha estado precedido por ellos. Sencillamente, porque sus postulados solo pueden practicarse desde la represión y la inacción social, de lo cual el régimen de Pinochet en Chile –con sus asesinatos, desapariciones y torturas—fue un ejemplo trágico”.
Es asombroso que una persona bien informada, como pretende ser el profesor Dilla, ignore que las mayores y más exitosas reformas liberales del Estado en el siglo XX han sido llevadas a cabo en democracia, con el consentimiento de las mayorías y con arreglo a la ley.
Lo dice con bastante claridad Fareed Zakaria: “Cuando Thatcher llegó al poder, la vida del británico promedio era una serie de interacciones con el Estado: el teléfono, gas, electricidad, agua, los puertos, trenes y aerolíneas pertenecían y eran administrados por el gobierno, así como también las empresas siderúrgicas y hasta Jaguar y Rolls-Royce. En casi todos los casos esto llevaba a la ineficacia y la esclerosis. Tomaba meses el llegar a tener instalada una línea de teléfono en el hogar. Las tasas impositivas marginales eran muy altas, llegando hasta el 83%”.
¿Qué hizo Margaret Thatcher? Sigamos con Zakaria: “Privatizó 50 empresas y los gobiernos de Europa, Asia, América Latina y África siguieron el mismo curso. Los impuestos se recortaron en todos lados. La tasa impositiva marginal más alta de la India en 1974 era de 97.5%. Hoy la tasa más alta es del 40%. En EEUU en 1977, los impuestos sobre las ganancias del capital y dividendo eran del 39.9%; en 2012 la tasa era del 15% (…) Esos cambios se han llevado a cabo bajo gobiernos conservadores, liberales y hasta socialistas. Como declarara Peter Mandelson, arquitecto del ascenso del partido Laborista en los años 90: Ahora todos somos thatcheristas”.
Los neozelandeses, autores de una ejemplar reforma liberal, a finales de los años ochenta, hundidos por el peso del estatismo y el lastre de la fantasía del Estado de Bienestar, más pobres que España en ese momento, decidieron jugar la carta de la apertura económica, y en menos de una década le dieron la vuelta a la situación. ¿Cómo? Reduciendo los subsidios, eliminando los contratos de trabajo sectoriales, liberalizando las relaciones laborales, reduciendo los impuestos y desregulando muchas actividades económicas. Y lo interesante es que esa reforma liberal no la hizo la derecha, sino los laboristas, porque esas políticas públicas que escandalizan a los neopopulistas pertenecen al ámbito del sentido común y de la experiencia.
Le haría bien al profesor Haroldo Dilla leer los papeles del exdiputado sueco Mauricio Rojas sobre la realidad de su país de adopción, especialmente su libro Reinventar el Estado de Bienestar. Rojas, que llegó a Suecia como un exiliado chileno que huía del pinochetismo, entonces convencido de las ventajas del estatismo, poco a poco se transformó en liberal. ¿Por qué? Porque fue testigo del peligroso descalabro del mítico modelo socialista sueco cuando, en 1993, el gasto público alcanzaba el 72.4% del PIB y la inflación y el desempleo se dispararon. ¿Qué hicieron para salvar la situación? Según Rojas, liquidaron el monopolio estatal sobre la provisión de servicios abriéndose a la empresa privada, redujeron los subsidios, introdujeron la competencia y delegaron las decisiones educativas y sanitarias en el usuario mediante un sistema de vouchers. Es decir, recurrieron a muchas de las medidas propuestas por los liberales.
Otro maravilloso ejemplo de reforma liberal en libertad es el de Israel, el más exitoso de los experimentos sociales del siglo XX. La pequeña nación, que se fundó en 1948 en medio de una peligrosa guerra, con un presupuesto ideológico socialista democrático, basado en cooperativas y kibutz, evolucionó pacíficamente hacia un modelo económico que descansa en las empresas privadas y el mercado, realizando esa revolución sin recurrir a la violencia, hasta convertirse en uno de los países más prósperos y creativos del planeta, pese a los frecuentes conflictos bélicos en los que, muy a su pesar, ha debido intervenir.
Finalmente, qué duda cabe de que el gobierno de Pinochet fue responsable de execrables crímenes que jamás dejé de condenar por las mismas razones que censuraba a los cometidos por los Castro en Cuba, pero las reformas que se llevaron a cabo en ese país, y que cambiaron su faz económica hasta ponerlo a la cabeza de América Latina, no se produjeron porque el general las impulsó a sangre y fuego (lo que no deja de ser un argumento pinochetista), sino porque el país las necesitaba y el régimen, negando la usual tradición estatista y nacionalista de las dictaduras militares, aceptó el consejo de uno jóvenes chilenos formados en la Universidad de Chicago.
¿Qué pasaba en Chile tras la experiencia socialista de Allende? Así lo describe el diplomático chileno Juan Larraín: “Entonces el país gozaba de una inflación del 508%, el déficit fiscal era superior al 25% del PIB, la deuda externa había crecido en un 23%, las reservas internacionales eran apenas 200 mil dólares y había harina sólo para una semana. Por la vía de las confiscaciones, expropiaciones, intervenciones y nacionalizaciones, el Estado se había apropiado de más del 70% de la actividad económica”.
La grandeza de la Concertación que vino después del régimen de Pinochet, cuando se instauró la democracia, fue conservar esas medidas liberales que habían rescatado a Chile de la miseria, de la misma manera que Tony Blair profundizó, en vez de anular, las reformas iniciadas por la señora Thatcher. Por ellas, por las medidas liberales, hoy Chile, pese a todas las dificultades, continúa creciendo, se acerca a los $20,000 dólares per cápita (PPP) y ha disminuido sustancialmente el índice de pobreza.
Pero no sólo Chile hizo reformas de carácter liberal. Sin recurrir a la violencia, la Bolivia del cuarto Víctor Paz Estenssoro (1985-1989) fue rescatada del abismo por esas medidas, luego continuadas durante la presidencia de Sánchez de Lozada (1993-1997). La Costa Rica del primer Óscar Arias (1987-1991); la Colombia de César Gaviria (1990-1994); el México de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) y el de Ernesto Zedillo (1994-2000); el Uruguay de Luis Alberto Lacalle (1990-1995); el Brasil de Fernando Henrique Cardoso (1995-2003), cuyas reformas luego respetó Lula da Silva; incluso la Argentina de Carlos Menem (1989-1999 en dos periodos consecutivos), a pesar del antiliberal aumento del gasto público y la nauseabunda corrupción que rodeó los procesos de privatización, tuvieron aciertos indudables.
¿Cuáles son hoy los países latinoamericanos que más y mejor crecen en América Latina? Sin duda, los de la Alianza del Pacífico: los que mantienen políticas dotadas de cierta orientación liberal, como México, Colombia, Perú y Chile.
¿Cuál es el peor? Sin duda, la Venezuela del chavismo, cuyo gobierno, dirigido por trágicos payasos, ya fuera el difunto “Comandante eterno” o el peculiar Nicolás Maduro, especialista en onomatopeyas ornitológicas, es el gran enemigo de las ideas de la libertad.

En fin, si el profesor Haroldo Dilla desea continuar este debate en el terreno de las ideas, yo estoy dispuesto. No lo deseo, porque me aburre mucho, pero la pelota queda en su cancha.