Blog de Luis G. Ruisánchez (2da. EPOCA)



miércoles, diciembre 10, 2008

Tony Montana, 25 años después

Tony Montana cumplió 25 años. No de plena juventud, sino de plena vejez. La famosa película Scarface, que se estrenó en diciembre de 1983, es ahora cine viejo, pero, paralelamente, se ha convertido en un clásico de la evocación, la violencia y el lenguaje soez de sus personajes.
Entre los agradecimientos eternos está el estrellato de Michelle Pheiffer, una de los más sensuales rostros del cine que van desde la fiereza mujeril hasta la candidez romántica con una facilidad que alarma.
Otro es de carácter nacional. Tony Montana es un exiliado cubano del Mariel, aquel éxodo masivo de 1980 que metió, gracias a la pericia y el indecoro del régimen dictatorial cubano, a miles y miles de criminales en EEUU, sacados de las cárceles de la isla directo a los refugios de la Torre de la Libertad, frente a la bahía de Miami.
El gurú cubano de la cocaína que interpretó Al Pacino quedó como un icono de la sobreactuación, en consonancia con esa grandilocuencia falsa de la película que dirigió Brian de Palma sobre un guión de Oliver Stone.
La vi primera vez en casa de Fantomas, mi amigo de la Virgen del Camino. Había comprado en el mercado negro una video-cassetera y la película en una copia BHS en blanco y negro. Fue un acto casi delictivo, de insubordinación política, encerrados en el cuarto de la casa.
Lo peor era que Tony Montana, lejos de ser el antihéroe pretendido por De Palma, fue en La Habana de entonces, una figura emblemática. Un duro cubano del Mariel podrido en dinero y mandamás en Miami, capaz de bailar en casa del trompo. Montana fue imagen del triunfo en un país dónde los valores se perdían en medio de la miseria y las prohibiciones y cualquier cosa, por discutible que fuera, como ser zar de la droga, resultaba una señal de éxitos cuando alguien se escapaba del encierro nacional de la dictadura.
Por eso celebro los 25 años de Tony Montana. No los 24 muertos por segundo de celuloide, las montañas de cocaína, las malas palabras constantes de Al Pacino, los epítetos que se lanzan en los diálogos contra negros, latinos y mujeres. Scarface es un monumento a la negación, una blasfemia al respeto, la cordura y los derechos. Pero ha quedado como un filme referencial, es uno de esos fenómenos del arte que, sin saber por qué, no se pueden evitar.

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