
Finalmente, el autor de Vida loca, sentenció que "Si me sorprende la muerte después de eso (cantar en Cuba), yo me iré más tranquilo".
Pancho lleva en sí, la rima de dos valores: sensibilidad e inteligencia. Pero, abandonado entre rones y cantinas, como cantaba el bolero, algo de esa fértil dualidad le falla al punto de confundir la Patria con un trozo de la geografía continental.
Me apena oírlo en ese tono lamentoso, de súplica a quienes él mismo nombra “los prohibidores”, cuando sabe, como todos, que en Cuba no existen prohibidores, sino un único y total prohibidor. O escucharlo cambiando un escenario en La Habana por el valor de su vida. O lo que es peor, presumir que “no hará ninguna concesión política” cuando conoce de sobra, cómo funcionan las concesiones en Cuba.
¿Ingenuidad? Quizás. Yo, que lo conozco, sé que tiene una inclinación voluntaria a la melancolía, que arropa en trajes blancos de dril 100 y sombreros panameños de alas cortas.
Lo que no entiendo es cómo ha sido capaz de cambiar ese delirium tremen de cantar en la Isla, por una casa en Cancún o en Miami. Realmente no lo sé.
Cuando el pedacito adverso de geografía caribeña que es Cuba se convierte en una obsesión física, primaria y elemental, lo mejor es quedarse anclado allá, a la deriva del fracaso.
Y creo que Pancho Céspedes lo debía hacer.
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