Esta conferencia tiene ya algunos años. La escribí a propósito de la inauguración de la exposición del pintor y amigo Pedro R. López sobre la iconografía martiana. Hoy, 28 de enero, he querido sacarla del olvido y reproducirla a pesar de su extensión.
Soren Kierkegaard, a quien quizás no sería oportuno citar
cuando tratamos un tema como el de José Martí, dejó escrito que “un héroe es un
sujeto desgraciado que sin dudas salió mal en los exámenes de licenciatura y no
tuvo más remedio que escoger ese camino”.
Debo confesar que no he encontrado referencias
bibliográficas acerca de las calificaciones de José Martí durante sus exámenes
de derecho y literatura que tomó en el Ateneo de Madrid y en Zaragoza, pero sin
dudas, una vocación más fuerte que la conclusión de Kierkegaard lo hizo optar por
el servicio a la cubanía tanto que, a los 16 años, ya arrastraba unos grilletes
encadenados a los pies, los que aprovechó para fotografiarse con destino a su
iconografía de la posteridad.
Bajo esta perspectiva de lo humano, he querido ver a José
Martí desde hace muchísimos años. Pero arrastraba un mal hereditario, eso que
llaman “cultura nacional”, y es que José Martí lleva más de 100 años siendo el
antídoto más socorrido para las ansiedades cubanas, porque “es la voz que
auxilia y aconseja en las situaciones límites”, y cito a alguien que no
recuerdo. De modo que nunca pude sacudirme
del pedestal martiano hasta que comprendí que debía encontrar un modo de
bajarlo del monumento para comprenderlo humanamente en un país donde se llega a
“lo cubano” por el camino de la emoción, la hazaña, el sacrifico y, por
supuesto, la sangre.
Cuando descubrí la perspectiva artística que mi amigo Pedro
Ramón López, pintor y creador de rones únicos, tenía de José Martí, comprendí
que por ahí andaba la mía y que ese era el modo de aceptar la presencia del Héroe
en cada capítulo histórico de la nación durante el siglo XX, sin renunciar a la
capacidad de utilizar el choteo, suerte de estigma y vanidad nacional, que ya
Jorge Mañach en su famoso ensayo de 1928 (Indagación
al choteo) definió como “un acto de pudor, un pliegue de jocosidad que nos
echamos encima para esconder nuestras tristezas íntimas”.
Lo contradictorio de este acercamiento es justamente que
Martí no parece haber sido una persona de buenos humores. A juzgar por escritos
y testimonios, el sentido del humor no cuenta entra las cualidades martiana,
tampoco lo ha sido de los estudiosos del tema que suelen irritarse ante una
parodia a los versos sencillos o una broma popular sobre el Apóstol. Tal ha
sido la idealización de Martí que en la Cuba revolucionaria, a una vieja canción
de 1953 titulada “Clave a Martí” con texto del poeta Agustín Acosta, que decía
“Martí no debió de morir, ay, de morir” le cambiaron los versos para cantarla
como: “Martí, ahora vuelve a vivir, ay, a vivir…” porque son tan eternos los
héroes, tan fundamentales que la muerte no es ni acaso mencionada en referencia
con ellos.
Aunque la exageración de la imagen martiana y la
utilización de sus postulados, versos e ideas fraccionadas y elegidas fuera de
contexto jamás fueron tan utilizadas propagandísticamente como en el último
medio siglo de historia política cubana, no cabe dudas de que el Apóstol
constituye la cima del santoral desde la primera estatua que tuvo, inaugurada
por las tropas invasoras de EEUU durante 1905. Desde entonces, el apostolado le
cayó como anillo al dedo y las mismas prebendas que Cristo les dio a sus 12
apóstoles, el cubano se las brindó a José Martí en bandeja de plata.
Hace un tiempo, durante una conferencia que tuve el
privilegio de compartir con Calos Alberto Montaner a propósito de la
inauguración de la exposición “Cuba y Martí en el ojo del huracán”, el
intelectual cubano se preguntaba “¿cuándo Martí comenzó a ser percibido como
apóstol?”. Yo quizás tenga la respuesta. Parece que todo comenzó el 10 de
octubre de 1889, cuando durante un discurso pronunciado por el patriota Gonzalo
de Quesada en el Hardam Hall de New York, este llamó Apóstol a Martí ante su
propia presencia, lo que llenó de orgullo disimulado al hombrecito de traje
negro que, sentado en el estrado, lo miraba con ojos llenos de humildad
vanidosa.
Esa condición humana del hombre que se vanagloriaba de su
trascendencia, desde la poesía modernista que emuló ventajosamente con Rubén
Darío, hasta la capacidad de organizar el Partido Revolucionario Cubano y
lidiar con la feroz autosuficiencia de los guerreros poseídos de la Gesta de
los 10 Años y convencerlos de la posibilidad de la Independencia, no es posible
en un carácter gris, opaco y mediocre, sino en la petulancia sana de quien se
considera a sí mismo “el elegido”.
Por eso discrepo con el profesor Iván Schulman, de la
Universidad Internacional de la Florida y autor de más de una decena de libros
sobre José Martí, cuando cree que “de los mitos en torno a Martí y sobre su
afición a la bebida y a las mujeres, opino que forman parte de la historia
íntima de un individuo que se dedicó a la libertad y al mejoramiento de la
sociedad latinoamericana”.
No suelo confiar en la perfección, menos cuando esa
perfección es un estereotipo decimonónico. Si la exposición sobre Martí de Pedro
Ramón López insiste en la presencia martiana durante el siglo XX y hasta los
primeros años del XXI, incluyendo la enfermedad terminal y necesaria de Fidel
Castro, quiero pensar que es porque en el siglo en que vivimos, pocas cosas nos
van a hacer continuar idolatrando estatuas y persiguiendo pensamientos
estáticos en un mundo condicionado por las comunicaciones globales, los cambios
repentinos de absolutamente todo y la incertidumbre. Con el siglo XXI el
recuerdo es hacia el futuro, por extraño que parezca.
Prefiero confiar en un Apóstol más cercano a La Habana
que a Jerusalén, capaz de compartir conmigo más los privilegios de nuestra
idiosincrasia, que las condiciones bíblicas de la pureza.
Cuando Martí fue
desterrado a España con sólo 18 años de edad, mantuvo amores con una aragonesa
llamada Blanca de Montalvo y con una mujer nombrada sólo con la letra “M”; dos ases
de un tiro.
Cuatro años
después, tras arribar a México por el puerto de Veracruz, hay testimonios de
sus relaciones con Rosario de la Peña, una bella mujer perseguida por una
leyenda. Apodada Rosario la de Acuña, fue la mujer que inspiró el Nocturno del
famoso poeta que se suicidó al no lograr el amor de esta mexicana.
Dos años más y
surge la historia con su alumna en la Academia de Niñas de Centroamérica, en
Guatemala, donde crece una pasión confusa con María García Granados, una
adolescente de 16 años que le escribió al Apóstol una hermosa nota de pasión a
principios de 1878: “Hace seis días que llegaste a Guatemala y no has venido a
verme. ¿Por qué eludes tu visita? Yo no tengo resentimiento contigo, porque tú
siempre me hablaste con sinceridad respecto a tu situación moral de compromiso
de matrimonio con la señorita Zayas Bazán. Te suplico que vengas pronto. Tu
niña”. Finalmente, María García Granados se ganó uno de los más famosos versos
martiano: “La niña de Guatemala, la que se murió de amor”.
Paralelamente a esta pasión trágica centroamericana,
Martí se casó con Carmen Zayas Bazán, en México nuevamente, a quien había
conocido en Cuba en 1875, justamente cuando el Apóstol mantenía relaciones
simultáneas con la actriz Eloísa Agüero y también con una dama de apellido
Padilla.
Años después, y frustrado su matrimonio con aquella
cubana a la que le cantó “Es tan bella mi Carmen, es tan bella, / que si el
cielo la atmósfera vacía / dejase de su luz, dice una estrella / que en el alma
de Carmen la hallaría”, Martí se une a María del Carmen Miyares Peoli. La
conoció casada con su solidario amigo Manuel Mantilla, a donde se fue a vivir a
su llega a New York en enero de 1880, pero fallecido este 5 años después, fue
sustituido en el calor familiar de la viuda y de sus cuatro hijos huérfanos,
por el héroe de la independencia cubana.
La historia de Martí y María es una hermosa historia de
amor. Desde que nació su cuarta hija, bautizada como Carmen, en octubre de 1880,
nueve meses después del arribo de Martí a la casa de los Mantilla, la historia
a indagado lo que parece ser una realidad, que Carmen Mantilla Miyares es hija
del Apóstol y es la niña a quien le escribe en sus hermosos Versos Sencillos:
“Temblé una vez en la reja / a la entrada de la viña, / cuando la bárbara abeja
/ picó en la frente a mi niña".
Ya octogenaria, en el año 1959, María Mantilla le envió
una carta al periodista y estudioso martiano Gonzalo de Quesada y Miranda, confesándole: “Yo, como usted sabe,
soy la hija de Martí, y mis 4 hijos: María Teresa, César, Graciela y Eduardo
Romero, son los únicos nietos de Jose Martí [.. .] No me quedan muchos años más
de vida, quiero dar a conocer al mundo este secreto que guardo en mi corazón
con tanto orgullo y satisfacción”.
La historia es larga y dubitativa para los idólatras.
Durante su estancia en Santo Domingo, en los preparativos de la guerra decisiva,
Martí escribe: “Le acaricio la mano fina a la buena muchacha y duermo tendido
bajo el techo amable”, cuadro poéticamente descriptivo del éxtasis final tras
los avatares íntimos con las mujeres de esta isla, de quienes dice Martí: “El
talle natural y flexible de la dominicana da ritmo y poder a la fealdad del más
infeliz”.
Reunido con Máximo Gómez en Montecristi, provincia
fronteriza con Haití, el Héroe cubano sacó tiempo de entre la redacción de los
documentos y la planificación del desembarco, para escribir apenas una frase
llena de observación, regodeo y gusto: “La haitiana tiene piernas de ciervo”.
No creo que los nicaragüenses vivan con las referencias
constantes de Rubén Darío, o que los peruanos repitan citas de César Vallejo o
que en España incorporen los versos de Antonio Machado a la jerga de las
tabernas. Los cubanos sí tenemos el privilegio de que el edificador de nuestra
independencia, el ideólogo del proyecto inicial de nación, el Héroe o el Apóstol,
es el mismo que escribe versos de amor con una de las poéticas que definen el
modernismo latinoamericano.
De modo que José Martí se cita cotidianamente en medio
del argot popular cubano no importa si se habla de nación y heroísmo o de
placer y pasiones; no importa si con la gravedad de su ideario o en medio de
las insinuaciones y parodias de la broma y el doble sentido.
Me permito una anécdota ilustrativa. Recientemente me
reencontré en la ciudad de Miami con una amiga de juventud que no veía desde
hacía 30 años. Había sido entonces, una muchacha bella y hermosa. Esta vez la
acompañé a la playa y sentados en la arena y con la moda de la desinhibición, mi
amiga se zafó la parte de encima de su bañador y me sorprendió mirándola con
pudor, entre asustado y curioso. La fuerza de gravedad había hecho estragos en
aquella anatomía de más de 55 años. Mi amiga me hizo un gesto de resignación y me
dijo, “luengas me cuelgan”.
Reímos por la referencia y es que el poema “Para un
príncipe enano” que José Martí le escribió a su hijo y que todos escuchamos en
Cuba desde niños, dice en sus primeros versos: “Para un príncipe enano se hace
esta fiesta / tiene guedejas rubias, blandas guedejas / sobre sus hombros
blancos luengas le cuelgan…”
El argentino Jorge Luis Borges dijo que “Muchos de los
más valiosos programas intelectuales caen en el tedio o en el lugar común, lo
que es peor”. La percepción impuesta por el uso desmedido de José Martí sobre
su estandarte de bronce, padece de ese tedio que abruma. Asumirlo de carne y
hueso, pecaminoso y errático, capaz de todo lo que incumbe a la naturaleza
humana, me ha ofrecido el derecho privilegiado de creer más en el Martí que admiro,
ese que, de en medio de las pasiones y las miserias emerge con una actitud
sublime hacia la grandeza histórica, aún de levita negra o de disfraz de
Superman, cómo lo ha concebido Pedro Ramón López en uno de los cuadros de esta
exposición: “Inmersa su humilde figura en el universo plástico del Greco, de
Portocarrero o de Andy Warhol”.
En un texto que escribí para el catálogo de “Cuba y Martí
en el ojo del huracán”, definía al pintor como un hombre con “la insolencia
dócil que lo caracteriza”. Creo que le ha gustado porque lo he escuchado citar
la frase en otras ocasiones.
Le agradezco a mi amigo artista y “ronero” haber
concebido al Apóstol en medio de la vorágine universal donde, si se destacó, es
porque José Martí ha sido siempre verdaderamente universal.
Creo que ambos coincidimos en que una manera ventajosa de
hacer Patria es con la irreverencia que baja a los héroes del monumento y los
convierte en nuestros compañeros en la
vida y nuestras circunstancias.