Mario Bennedeti no fue un narrador, ni un poeta, ni un ensayista, ni un dramaturgo, Benedetti fue todo eso y sobre todo, un modo especial de darle la cara a la vida, con la misma pasión de la adolescencia hasta los 88 años, la edad que tenía hoy, cuando murió.
Fue inconfundible. Sus guiones se le identificaban sin timidez, sus libros eran todos benedettis. Era su manera de no temerle al snob latinoamericano que acuñó desde los años de la década del 60, cuando lo vi por vez primera en un Sábado del Libro de la calle Obispo, en La Habana. Después lo vi muchas veces. Frecuentaba aquella Habana de sus buenos tiempos donde había encontrado un fervor inmenso que después se explayó por toda hispanoamérica como un vicio feliz y a veces, mortal.
Nuca fui su admirador empedernido, porque siempre hubo dos modos de asumirlo, como yo, distante, previendo fisuras de apariencias empeñadas en colorear su literatura, o delirantemente apasionado, como muchos que mantienen vigente aquella adolescencia pasada o que la revitalizan en el ocaso de sus vidas, releyendo Montevideanos o Gracias por el fuego o La Tregua como si los años no hubieran pasado.
Creo que Mario Benedetti marcó una época y logró trascenderla, no fue a pesar mío, pero tampoco con mi colaboración, al fin y al cabo yo no existo en la enorme existencia de Mario Benedetti, 88 años haciendo feliz a muchos, entregándoles un mundo ilusionado con el amor y la poética, en el equilibrio justo ente la grandeza y la farsa.
Por eso le rindo culto a Benedetti cuando acabo de enterarme de su muerte, y lo recuerdo hablando bajito, sonriente y amable con todos, un poco gacho de hombros, su bigote feliz y su cara de uruguayo, ni argentino ni brasileño, uruguayo, precisamente como fue.
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