Cuando en 1972 apareció “Para leer al Pato Donald”, su autor, el chileno Ariel Dorfman, pretendía elevar la historieta infantil al nivel de sublime manipulación ideológica con dependencia de la CIA, convirtiendo a The Walt Disney Company en un agente ideologizante que cultivaba, adoctrinaba e impulsaba el capitalismo en las mentes infantiles gracias al picoanálisis de Sigmund Freud.
Pocas veces antes en la historia universal, la bobería había pretendido tan alto vuelo analítico. Dorfman asumió las perspectivas del marxismo para, a través de la lucha de clases leninista y las leyes fundamentales del más chistoso de los hermanos Marx, la dialéctica, la negación de la negación y la unión y lucha de contrarios, postular que el Pato Donald, los sobrinos Hugo, Paco y Luis, y tío Rico Mac Pato eran agentes colonizantes imperialistas contra la infancia latinoamericana y que El Llanero Solitario en su caballo Plata, junto al indio Toro, conquistaba la ideología tercermundita al sur del Río Bravo para matarla con las balas de platas del yanqui colonizador.
El libro, que hizo época en el comienzo del ocaso de las izquierdas, acabó borrado cuando, en los años 80, el mundo optó por una acepción más práctica, funcional y útil de la vida.
Dorfman quedó marcado por un estigma inevitable. Fue un febril lector de historietas, a tal punto, que terminó tomándoselas en serio y cuentan que en días de carnaval, suele disfrazarse de Tribilín para divertir a los pequeños de la casa.
En realidad, no recordaba ya a este escritor antiimperialista que ha vivido y ganado mucha plata en las universidades de EEUU. Y ahora, releo su nombre en el periódico español El País, en una columna en la que Dorfman le escribe al presidente estadounidense Barack Obama, exigiéndole que impulse un proceso condenatorio a todos quienes han tenido que ver con las torturas a los terroristas presos en Guantánamo.
No me interesa discutir lo que ha pasado en Guantánamo, sus horrores, matices y manipulaciones, porque más cercanas, dolorosas y reales son las torturas psicológicas y físicas que sufren y han sufrido durante 50 años, los miles de presos de conciencia que languidecen olvidados en las cárceles de Cuba y sobre las que Ariel Dorfman no ha sido capaz de escribir ni el guión de un solo cómic.
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